miré sin precaución;
encontré la alcantarilla
donde me hundiría.
Sin cerrar los ojos,
ví lo profundo.
Caí, tropecé.
No como quien cae al piso:
caía a un abismo,
de espaldas,
mirando la luz que se alejaba.
Flotaban las últimas partículas lumínicas,
esparciéndose,
revelando el universo
en mis pupilas dilatadas.
No lo dimensioné,
no sentí su amplitud,
su gravedad.
No me detuve.
Caí, me hundí.
No como quien es succionado o absorbido:
era el vacío de Faetón, cayendo en Eridanus.
Con mis manos, dedos y muñecas
ejercía una fuerza decepcionante,
una fuerza que me traicionaba,
que me recordaba mi ambición, mis excesos.
Con pánico
y poco oxígeno,
en un túnel profundo,
desconsolado e injusto,
el agujero negro se expandía.
Sentía lo oscuro de mi aislamiento.
Perdía mi voz,
hallé silencio.
Se desplomaban mis ecos,
desapareció el tiempo.
Caí, descendí.
No como si mi cuerpo fuera alimento del bosque,
sino como desecho.
El cero,
el todo,
la nada.
El pasar de los años,
renunciando a ver amaneceres:
la eternidad, la completa oscuridad.